miércoles, 8 de septiembre de 2010

Dos días intensos, dos

El exceso de diversión del domingo nos deparó una noche de internet. En fila y cada una con su laptop, nos enajenamos mientras intercambiábamos comentarios y consejos sentimentales.

El lunes tocó clase de salsa. Al grito de "doble arrepentido", nos chocábamos las unas con las otras y procurábamos que nuestro sudor no excediera los límites de lo humano.
El profesor, Aaron, con sus muletas y pie enyesado dirigía desde la punta de un escenario mientras sus mejores alumnos hacían su trabajo. Plusvalía, lo llaman.
Por primera vez tomé una clase seria de salsa. Con teoría, práctica y pasos numerados con el radiograbador apagado... creo que prefiero bailar, pensé.
La tensión y el deseo de reproducir el paso recién aprendido son tales, que uno se confunde, tropieza, frustra... y se olvida de bailar y disfrutar. No dejaba de decirle a cada compañero de baile que me tocaba que se relajara y lo disfrutara como saliera, pero después de un doble giro trunco, los ánimos decaían...
Me divertí igual. Y aprendí. Pero creo que me gusta más bailar...

Por la noche caimos fulminadas. Cenamos en un lugar bastante bacán (no puedo evitar seguir pasando todo a pesos. Menos de veinte mangos me salió. Un plato super abundante, con gaseosa y todo. Es increíble esta ciudad). Laura conoció a la riñonera que había encargado. Fue emotivo el encuentro. Había muchas expectativas (principalmente de Laura). Después de pasar horas eligiendo un monedero diminuto, una riñonera de cuero representaba todo un desafío... Le gustó, la pagó y todos fuimos felices.

El martes fuimos a una gruta.
Nos pareció que le faltaba calefacción y un poco de pintura. Se notaba que había mucho sarro...
La excursión podría describirse meramente como 30 minutos de ruidos, gritos y constantes tarareos de fragmentos de música de películas de terror. Hay video. Hay fotos también.
Al terminar el sendero, a la Laura se le dio por transgredir las normas, salirse y treparse por ahí. Obviamente, se cayó. Mientras, yo entretenía a los que estaban por llegar para que no vieran a una española de casi treinta pirulos toda embarrada cagándose de la risa.
Por suerte nadie nos descubrió.

Después Erika quería andar a caballo (esto es casi como viajar con dos infantes. Son pura pulsión). Así que Laura se subió al bello caballo blanco llamado albino (sí, triste pero cierto. Su pureza radicaba en su falta de pigmentación...), Erika se subió a la yegua que Albino quería agarrarse, Tonia. Y a mí me tocó Grillo, el caballo castrado.
Tras media hora de comportamiento turístico promedio, salimos del parque y nos dispusimos a hacer ride (raid. dedo, hacer dedo), ya que somos más que avezadas en la ciencia...
Sólo los obreros que estaban construyendo la ruta nos prestaban atención. Después de apróximadamente media hora, nos paró una camioneta que tenía como una suerte de cúbiculo trasero cerrado (como una cámara frigorífica sin frío) para transportar pan. Nos metimos ahí. Sin ventanas ni luz, sacamos fotos boludas mientras pensábamos adónde nos llevarían y en cuántos pedazos cortarían nuestro cuerpo.
Nos dejaron en una estación de servicio, al final.
De ahí cumplimos el sueño de Laura de viajar en una de esas camionetas como las que usa scooby doo para resolver misterios y nos llevaron hasta un shopping (fue gracioso, tardamos mucho en decidir qué hacer en mi día libre y yo no paraba de proponer "ir de shopping", segura de que no había uno y de que estaba siendo re irónica proponiendo un destino banal en una ciudad con tal nivel de desarrollo artístico y tanta belleza natural...).
Al final terminamos en el shopping.
Compramos un vino y sacamos fotos.

De ahí hubo un último ride hasta las cercanías del centro. Caminamos hasta el mercado de dulces (sí, el paraíso) y tomamos un ponche de frutas en el stand de doña Rosario.
Descubrí que se puede hacer todo, TODO con mostacillas. Desde cocodrilos hasta tigres de bengala pasando por todos los accesorios que a uno se le puedan imaginar. Un día van a existir ciudades enteras hechas de mostacillas...

Vagamos como una hora con nuestro vino. O el restaurante era muy caro o no tenía destapador o no tenía permiso para dejarnos tomar alcohol o no nos gustaba la comida. O sólo rompíamos las bolas.
Terminamos en una hamburguesería de mala muerte. Yo, evocando Constitución con nostalgia; Erika, intentando reprimir su cara de asco.
Tomamos nuestro vino tinto Las Moras en copas de helado y nos dirigimos hacia Revolución.
De ahí en más, ya mucho no me acuerdo. Creo que hubo cervezas, dos italianos, un mexicano macanudo que, sin saberlo, malgastaba su saliva y energías en Erika, y otros bastante insistentes. Pero, nuevamente, hay fotos que me ayudarán a reconstruir la noche...
No tengo marcas ni tatuajes. Es bastante.

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