domingo, 11 de julio de 2010

El día que fui española

Final del mundial. Colombia, Santa Marta. Julio de 2010.
Esther, la española novia de Fulvio, recién llegada a Colombia decide llevarnos a ver el partido al bar de un español en el centro de Santa Marta.
Caos. Descontrol.
Música española a todo volumen. Cervezas, una tras otra. Tortilla, libre. Quizá sólo se pueda describir en imágenes. El llanto de Esther tras el gol, las banderas, la cara de la gente al vernos pasar en la chiva (por "chiva" entiéndase camión con asientos diseñado para el paseo de turistas) con Shakira sonando una y otra vez.
Paradas ocasionales y todos abajo. Saltando y gritando. Desaforados. La caras pintadas. Las ropas rojas y amarillas. Una manada de locos desubicados en plena Colombia. Tres españoles y veinte contagiados, todos gritando y bailando hasta más no poder... o bueno, hasta las siete de la tarde, después de pasar por la playa, justo antes de llegar y meternos a la pileta con ropa, bailarle el paso del waka waka al único holandés del hostel y tirar al agua a la otra española hospedada que dejamos atrás olvidada...
Grité el gol como si mi pasaporte fuera bordó. Sufrí la tensión como si Don Quijote suplantara al gaucho. Bailé y festejé como si mi moneda fuera el euro...
y sí, tomé la alegría prestada. El 86 se veía perdido y lejano en mi memoria, con tres años creo que ni podía sostener una bandera... así que me vendí. Me volví española por un día y disfruté.

miércoles, 7 de julio de 2010

Algunas imágenes

Con David, alumno de español y amigo
En el caribe

En clase de acua gym






Mark en el cumpleaños de David, perdón, de Emma...




Mis ratos de ocio

Y empezó uno nuevo. Sabía que el eje central iba a estar vinculado con el agua. Mucha lluvia, mucha transpiración, la piscina a la vista, el caribe en derredor... no quedaban muchas más opciones.
Primero pensé que quizás el cosmos había establecido una conexión kármica conmigo y no podía evitar materializar mis estados de ánimo a través de las condiciones climáticas. después caí en la cuenta de que tras la revolución copernicana, si había algo en el centro, eso no era yo y ya era hora de que dejara el solipsismo de lado y empezara a percatarme de las necesidades del resto. Fue así como conocí a Hugo.

No sé si podría afirmar que Hugo padecía de algún tipo de carencia... Se lo veía siempre bien, de buen humor, rozagante, hasta animado, si se quiere... Sin embargo, algo habría de necesitar, ya que salía todos los jueves a las 17:45 en pantuflas y sin anteojos a tomar un taxi en la esquina de su casa.
La primera vez que lo vi hacerlo, me pareció lógico. ¿Dónde más habría de tomarse un taxi?
El jueves siguiente, me llamó la atención notar sus pantuflas.
Eran abiertas, sin talón, casi de verano... en pleno Julio.
Por último, me percaté de que aunque era extremadamente miope, salía sin sus anteojos. Fue ese jueves que me dispuse a seguirlo.
Tomé un colectivo, porque no me alcanzaba para pagar un taxi. Sin tener ni la más mínima idea de adónde iba Hugo, elegí uno al azar (el 123) y bajé tras 15 minutos de viaje.
Perdí a Hugo de vista, pero volví con la resolución de intentarlo nuevamente el jueves próximo.
Y así fue, porque opté por el 324. Me bajé en un parquecito que parecía lindo llamado "Jardines del Edén", el señor de seguridad me miró extrañado cuando le pregunté si se podía trotar. Cuando comenzó a atardecer, decidí volverme a casa.

Al sexto jueves de intentar seguir a Hugo en colectivos elegidos de forma aleatoria, me di cuenta de que nunca iba lograr alcanzar al taxi porque los recorridos eran muy diferentes y además el taxi siempre iba a ir a mayor velocidad.
Es por eso que el miércoles por la noche le pedí la moto a Hugo, mi vecino. La situación fue un tanto incómoda, ya que no sabía qué responder cuando él me preguntaba adónde iba a ir.
Fue por eso que sin titubear le dije "Voy adonde usted vaya, Hugo". "Ah, ¿sí?" Me dijo. "Los jueves voy a lo de mi sobrina, en Pacheco. Me meto en la pileta y después miramos siempre algún partido de fútbol con Esteban. Siempre voy en taxi, ¿querés que te lleve?"... Me sentí acorralada, de decir que sí, no podría seguirlo, porque iríamos juntos y él sabría de mi presencia. Inventé una excusa y le aseguré que lo acompañaría el jueves siguiente.
Ya sabiendo la dirección exacta de adónde iba Hugo, seguirlo me fue mucho más fácil. Tomé el colectivo 132 que va a Pacheco (ya lo había tomado antes, pero bajé cinco paradas más tarde porque vi un cartel que decía Hugo Boss) y con la ayuda de mi guía de la ciudad, llegué hasta la casa de su sobrina.
Efectivamente, ahí estaba él, junto a sobrina y cuñado mirando un partido del Inter.
Desde ese jueves en adelante seguirlo fue sumamente sencillo. A veces, hasta salía antes que él. Me quedaba en la plaza de enfrente y lo miraba ingresar a lo de Susy (porque así se llamaba su sobrina).
Feliz de haber aplacado mi egoísmo y contenta de invertir horas de mi vida en beneficio del prójimo, había descubierto eso que Hugo nunca había tenido y seguramente necesitaba: alguien que lo siguiera.