viernes, 24 de febrero de 2012

Pero mirá qué loco...


Buenos Aires me quiere matar.
Ciclotímica como quinceañera, paso de amarla a odiarla de una semana a la otra. Tengo cambios de estado anímico abruptos y de sentirme plena y en paz con el mundo paso a querer revolearle una molotov al primero que me mira. Me alejo, por las dudas, de las personas que quiero para no joder a nadie y pienso en qué carajo me pasa.

Mi estado zen duró un mes casi. Después descubrí que mi pasaje no se podía cambiar, que me iba a tener que ir la fecha pactada, con poca plata y sin pasaporte europeo y entré en pánico.
¿Por qué? Habiendo vivido situaciones muchísimo más penosas…  Vaya uno a saber. Creo que a mi modo había diseñado un plan lleno de concesiones, bastante razonable y aplicable a la mentalidad de la gran ciudad. Lo que pensaba hacer era lógico. Confiable. Estaba bien. No se puede. Qué hago. ¿Me quedo? ¿Pierdo mi pasaje?

Y ahí vino el derrumbe… Creo que la sola idea de considerar seriamente quedarme me pegó un sacudón que hasta me dio resfrío. Buenos Aires sin pasaje de salida es, para mí, una cadena perpetua.

¿Por qué odio a Buenos Aires? ¿Qué me hizo?
Buenos Aires no tiene misterio. La gran urbe que al turista le promete noches inolvidables a mí me recuerda cada día que nada mágico puede pasarme. Que voy a tomar el tren, va a llegar tarde, cambiaré por el subte, no me sentaré, daré mis clases, tomaré el colectivo, sacaré boleto, subiré nuevamente al tren y regresaré al hogar. Quizá en el medio vea un rato a un amigo, de los que me quedan y quiero ver. Eso son dos, tres, ocho, diecinueve meses en Buenos Aires. Habría que agregarle tres gotitas de estrés (porque todos lo tienen. Está de moda), mucha mala onda, muchas ganas de criticar  y mucho problema. Muuuuuuuuuucho problema.
Longchamps es feo. Es pobre y feo. No es pobre como Bolivia, donde se vive de forma simple y sin deseo de consumo. Es pobre como gran ciudad. Es pobre como gente que quiere pertenecer y no puede. Gente que quiere tener más y no llega. Gente que se levanta a diario a las seis para viajar apretado en un tren y volver muy tarde a que el sueldo no le alcance. No es Europa, no es la sierra, no es el caribe. La gente de la periferia pobre de Buenos Aires no es feliz y se nota. Hace mucho que no veía tanta gente triste. 

¿Por qué me gusta Buenos Aires?
Porque Buenos Aires no tiene misterio. Porque sé dónde está cada cosa, quién es quién y qué papel juego. Porque llego y en veinte minutos tengo una vida, como la de cualquier otro. Y trabajo y voy al centro y tengo amigos y voy al teatro. En Buenos Aires juego de local. Buenos Aires no me da miedo, no tiene secretos que ocultarme. Nunca me va a tratar mal. Sólo puede llegar a comerse mi vida mientras pago un alquiler y voy los fines de semana a cenar a lugares lindos… Pucha, que es traicionera.

Creo que en definitiva todas mis fluctuaciones emocionales pasan por lo mismo, porque me sigo olvidando. Me sigo olvidando que estoy de visita. Que es un rato. Que es un juego. Que no estoy. Me siento mucho más lejos de todos cuando estoy acá que cuando cambio de continente. 
Y tengo pánico de que me deporten en Europa, que no me dejen pasar por Iuesei, pero no porque es mi sueño quedarme allá… porque no quiero tener que volver… a comer la vida servida en bandeja que mi ciudad, vil y calculadoramente, me ofrece cada vez que estoy cerca.  

No, Buenos Aires. Yo te quiero… lejos.