Mongolia, un año y
pico que ya pasamos acá. Y Sofi me pidió que escribiera algo sobre el lugar.
Por reflejo, empiezo mi listado largo de puntos ordenados y alineados como en
el trabajo. Borro todo y empiezo de vuelta, hay que escribir con onda, me digo.
Pero, fatalmente, lo único que me viene a la cabeza es la sagrada trinidad de
Mongolia: caballos, contaminación y khuushuur (el ultimo se lee como como
‘juyur', así que califica). Punto uno, caballos. Los bichos y compañeros
tradicionales aquí, ves los jinetes burlándose de todo coche bloqueado en el
atasco continuo, pasando en el linde de las calles. Me sacaron una foto súper
buena cabalgando, por suerte tenía anteojos de sol y una chaqueta, así que no
se notaba el rictus de dolor que tenía por el trote del caballo y el sillón
choto, tampoco la postura medio jorobada y tensa. Pero la foto esa, dios, cuántos likes en Facebook que rejuntó. Así me siento como extranjero en
Mongolia, estupendo en la foto, cabalgando para el carajo en realidad.
Mi traste también recuerda las aventuras en el campo, los
fines de semana en el parque nacional. Creo que ver a un extranjero andar a
caballo o intentar practicar arquería debe ser para los mongoles tan gracioso
como ver a un gringo bailando tango por primera vez o a un vegano hacer un
asado. Pero cuando uno es turista tiene que someterse al ritual de hacer lo que
hace el local. Para sentirse un boludo. Así, dormimos en yurtas, anduvimos a
caballo, comimos los platos típicos del lugar y nos fuimos por el inodoro
mientras nos dolía todo el cuerpo a la mañana siguiente.
Algo que llama mucho la atención de Mongolia es la superstición. El edificio en el que vivimos no tiene piso trece, por ejemplo. Entre el doce y el catorce hay un agujero negro que vaya uno a saber adónde lleva. Aunque a veces creo que el agujero negro es todo el edificio, porque cortan la luz muy seguido.
Algo que llama mucho la atención de Mongolia es la superstición. El edificio en el que vivimos no tiene piso trece, por ejemplo. Entre el doce y el catorce hay un agujero negro que vaya uno a saber adónde lleva. Aunque a veces creo que el agujero negro es todo el edificio, porque cortan la luz muy seguido.
Los rumanos putean
bastante. Y se toma muy en serio,
tenemos como un escalafón muy claramente definido de insultos. Si tuviera que
explicárselo en detalle a alguien me costaría un huevo. Creo que por esto me
encanta tanto el español, todo fluye, el humor, lunfardo regional (o nacional,
porque medio mundo habla español) e injurias se rejuntan y se intercambian de
manera tan linda. Por esto prefiero mandarlos al origen en español a todos los
hijosderemilcontraputasdelaconchadelaloraque-losremilparió (Sofi me va a
censurar esto, estoy segurisísimo) mongoles que no saben manejar.
Solo en los casos más extremos recurro a maldecir en rumano. Por suerte ella no
conoce todas la sutilezas del rumano todavía, sino me lavaría la boca con
jabón, creo. Y está dormida a las 2 de la mañana cuando tenemos el apagón diario
que me corta el chorro del video juego o training en línea que estoy haciendo.
Vuelvo a la cama, vencido y abatido y la cuchareo (del inglés spooning,
imagínense 2 cucharas una detrás de la otra) a Sofi. No es una pérdida total de
noche porque se ríe en el sueño y me divierte, y porque por fin empiezo a
sentir mis extremidades bajo la frazada gruesa, tras haberlas congelado unas horas
en frente de la compu en pijamas.
Pero no todo en Mongolia es frío, contaminación y carne fea.
Porque Ulan Bátor, como cualquier otro lugar del mundo, tiene gente.
Extranjeros, locales, nenes en orfanatos. Gente. Y donde hay gente hay vida.
Donde hay gente hay potenciales amigos. Mongolia, con sus menos treinta en
invierno, se vuelve verde en verano. Los bares sacan sus mesas afuera, aflora
el calor, metes las patas en los ríos creyendo que te podés bañar y ahí ves que
el agua sí sigue a menos treinta y te volvés a sentar al pasto sintiéndote un
boludo y convenciéndote de que no hace tanto calor, que mejor te comés otro
sangüichito. Mongolia nos dio fiestas, cenas, campo y estepa y nos recordó cuán
afortunados somos al poder “elegir” dónde vivir y al poder movernos libremente
en un mundo lleno de etiquetas. Y, paradójicamente, logramos ser muy felices en
Mongolia. Celebramos cada vez que tomamos vino o encontramos un buen pedazo de
carne. Y celebramos también cuando no los conseguimos, con cerveza china fea y una sopa de fideos. Porque la felicidad no se busca, se lleva con uno. Y creo que ya estamos
preparados para ser felices de vuelta, en cualquier lugar al que vayamos, aunque
no nos agarremos piojos ni nos cobren una fortuna por una manzana.