martes, 21 de agosto de 2012

Stoumont

El paisaje me recuerda a los montes que vi a través de la ventana del tren en Bolivia; los valles verdes del noroeste argentino; la fertilidad de Chiapas. Sin embargo, no logro deshacerme de esa constante sensación de agobio. El espacio me sofoca. Me siento atrapada en medio de la naturaleza.
Las colinas de Bélgica son prolijas, pulcras, sometidas. No puedo evitar sentir la represión de la tierra que, ultrajada, se subyuga. Los bosques me miran con vergüenza ante la batalla perdida. Sí, se dieron por vencidos y se dejaron conquistar.
No existe el medio de la nada en Bélgica. Todo el paisaje está interpretado. En una villa de 500 habitantes, a la espera de encontrar al octogenario sentado en la puerta de su casa cuya única tarea es saludar a quien sea que pase, sólo me topo con camionetas estacionadas en la puerta de casa ostentosas que no tienen alma. ¿Dónde está la gente una noche de verano? ¿Dónde está el vecino que sale a vender su producción casera?
Una villa en medio de la nada en Bélgica es un barrio privado de Buenos Aires trasladado al monte cordobés. Eso, pero sin cordobeses. Sólo con belgas. Así, vagué por la única calle, sus 300 mts. de largo, una expresión de decepción que me duró hasta dormirme. Eran las nueve de la noche. Estaba atardeciendo. Hacía calor. Sólo quería una ecrveza. Era verano. Estaba en Bélgica.