miércoles, 18 de agosto de 2010

Una semana en centroamérica

Llegamos a Panamá. Nos retuvieron como tres horas en el aeropuerto (se ve que los de la interpol tardan en atender cuando los países subdesarrollados piden información al pedo sobre un par de boludos...).
Panamá city es una sucursal de USA. Con sus mega edificios bordeando la orilla (del océano Pacífico, supongo. Ya saben por mis escritos anteriores que yo miro el mapa y deduzco a ojo), híper mercados, shoppings, mega estacionamientos y lugares de comida rápida Panamá es una ciudad más de los Estados Unidos con gente mucho más oscurita que tiene el acceso denegado a la casa matriz...
Pasamos la primera noche con Tito, Ale, Gonzalo y Pepe en la "casa de Pablo", un hippie chileno con un piso lleno de colchones y una decoración muy bohemia que recibe todo tipo de viajeros. O sea, ratas latianomericanas como nosotros en su mayoría...
Charlamos, tomamos, fumamos y al día siguiente me mudé a lo de Breno, el brazuca que había conocido en Santa Marta, couch surfer también. Ahí conocí a Mary, Cinthia y Diana, otras tres brasileras (una más bonita que la otra, por cierto) y con ellas salimos por la noche...
Podría decir que los panameños son en general... mala onda. Muy. Cargada hasta la médula, buscando el edificio de Breno a las ocho de la noche, nadie siquiera atinaba a abrir la puerta para responder a mis preguntas sobre el nombre de una calle y demás. En la fiesta, ni siquiera les interesó mi nombre, lo primero que me preguntaron fue cuántos años tenía. Siempre me llama la atención esta pregunta, nunca sé si estoy muy grande o muy joven para lo que sea que deducen internamente tras preguntar. Pocas veces puedo inferirlo de la reacción que sigue a mi respuesta. ¿Ya tendría que estar casada, con hijos y un trabajo estable? O, por el contrario, con sólo 27 años ya tengo una carrera y todo un continente conocido... Vaya uno a saber.
Pasé tres días en Panamá. Conocí a la tía de plata de Ale y saqué mi ticket de Tica Bus hacia Honduras... (porque al mirar el mapa me parecía que era lo más cerca a... bla bla bla).
salí por la mañana y viajé, viajé y viajé. Tres películas de Jim Carrey en español de corrido. Cuando recuperé la conciencia, creo que estábamos en Costa Rica, donde esperé como seis horas hasta el próximo micro... (me miré otra peli más y dormí sobre unas sillas, podría haber sido peor. Una lástima que la chica de la ventanilla, al venderme el ticket y decirme que la diferencia entre ejecutivo y turista eran sólo tres horas, no aclaró que esas tres horas eran de las 3 a las 6 am y que el ejecutivo incluía también todas las comidas...).
Volví a subir al micro para pasar la noche siguiente en Managua, Nicaragua. Pagué 6 dólares por un hotel con tele a media cuadra de la terminal de Tica (a las 5 am salía mi próximo micro). Alejarme más de una cuadra de la estación habría sido, según los locales, arriesgarme a que me roben y violen. No cayó muy bien Nicaragua.
Creo que entre frontera y frontera (donde bajábamos y esperábamos horas a que simularan que nos revisaban) me di cuenta de que mi plan era inviable porque 1) Honduras no estaba al lado de Belice, antes estaba Guatemala. 2) Para ir de Guatemala a Belice era necesario ir por lancha. Por primera vez, agradecí la existencia de la Lonely Planet y cambié mi rumbo. Tenía que llegar e ir cuanto antes a Puerto Cortés. Desde ahí iba a poder llegar a la frontera con Guatemala.
De casualidad pude tomar el último colectivo. De noche, lleno, con la gente subiendo a los empujones y corriendo. Llegué a Puerto Cortés como a las diez de la noche. El chofer me llevó a la residencia donde pasaba la noche usualmente... Una cuna de deportados ilegales. Al verme les brillaban los ojos. Yo representaba a la legalidad, los dólares, la seguridad y quién sabe cuánto más... En diez minutos tenía a dos tipos charlando. Todo empezó bien hasta que sentí que la charla tomaba otro rumbo y de alguna manera querían que viajara con alguno de ellos o algo por el estilo. Me dijeron que tuviera cuidado, que me sacara el reloj, que no viajara con plata (no sabían que casi ya ni tenía...), que me podían violar y demás. Esa noche dormí en posición de asceta. Rezando. Súbitamente me volví creyente.
A las seis de la mañana ya estaba afuera. Me subí al enorme colectivo que llevaba a la frontera y automáticamente empieza a sonar Vilma Palma. Genial. Todo bajo control.
La frontera fue un chiste, estaba yo sola y tuve que ir a buscar a los administrativos para que al menos me vieran el pasaporte. Entré a Guatemala, me subí al bus hacia Puerto Barrios y ya el clima era otro. La gente súper amable, el semblante de las personas me inspiraba confianza... Es raro, no quiero caer en lombrosismos, pero creo que por la mirada uno puede determinar en quién puede confiar y en quién no. No dejaban de subir laburantes y trabajadores del campo al bus y, por más que me miraban porque realmente llamaba la atención, sus miradas me inspiraban respeto. Me sentí segura y bienvenida.
De Puerto Barrios viajé por 20 dólares a Belice... bajé de la lancha y todos me hablaban en inglés. Soriente respondía en español al mejor estilo "tengo pinta, pero no soy gringa..." tardé unos minutos en caer en la cuenta de que la lengua madre es el inglés en Belice, un creol muy musical, símil jamaiquino, al que casi podía entender...
Lo primero que me pidieron fueron 50 dólares de visa. Y ahí se me fue la economía a la mierda.

Horas en un bus hasta Belice city. Cuando llegué, según mis cálculos, no me iba a alcanzar para dormir en un hotel, cruzar la frontera y llegar hasta Playa del Carmen (donde tenía couch y amigo. Territorio seguro). Entonces, tras hablar con Waldo y Austin sobre mi situación, Waldo me ofreció dormir en el bus donde quedaba estacionado.
Le agradecí enormemente. Una mole inmensa, bien oscura, que hablaba un creol que no entendía me ofrecía pagarme una habitación y comprarme la cena porque se sentía mal de dejarme ahí. No pudo con su genio y me regaló una botella de agua (les dejé una nota con unos nachos de regalo, hacía tres días que yiraba con una bolsa de super con mis "víveres"). Pocas veces me crucé con gente tan amable.
Feliz de quedar sola en el bus, con un calor insoportable en una ciudad muy insegura, después de acostarme sobre los asientos empecé a escuchar ruidos. Obviamente no había nadie, eran más bien como... chirridos, crujidos de cosas. Y ahí descubrí que, por las noches, el bus era dominio de... las cucarachas. Miles de ellas se metían en mis zapatos, recovecos, esquinas y demás. Por suerte no subían a los asientos. Me puse los auriculares de mi celular y escuché la radio para poder conciliar el sueño y no sentir a los gregor samsa que cohabitaban mi colectivo.
A las seis, tal y como Waldo había predicho, uno de los buses partió a la terminal y yo viajé con ellos. Tomé otro colectivo hasta la frontera. Llegué, lloré para que no me cobraran los quince dólares de salida (literalmente, lloré) pero como no estaba la supervisora por ser domingo, no pude conmover a nadie. Temía que no me alcanzara para llegar a Playa del Carmen, siempre quedaba el dedo de todas formas. Y en Chetumal, feliz, vi que no sólo me alcanzaba sino que hasta me sobraba para mandar unos mails y ver dónde y con quién iba a quedarme. Le escribí a mi tío por plata. Les respondí a mis dos opciones de couch surfing ganadoras (habitación privada con baño. Género masculino). Y partí para Playa. Y llegué con vida. Y una vez allá, añoré a las cucarachas...

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